La pequeña Lola desconocía este detalle. Además, no le molestó tanto como a los mayores pisar aquellas piedrecitas al salir del restaurante. Els Pins, se llamaba aquel establecimiento a ras de playa. Habíamos comido mejillones, ensaladas, unos pescaditos conocidos como sonsos y una paella increíble. Bañamos todo con una, dos y tres, puede que cuatro, botellas de un refrescante vino blanco. En la mesa, risas y anécdotas entrecortadas. Miles de historietas de una Barcelona que, en una vida pasada, compartimos y que ahora añoramos y recordamos en cada reunión a cámara rápida, con una música lenta. Montse puso la guinda. Tras los postres decidió acallar la fanfarronería de los demás cuando al amagar con las carteras ella fue más rápida y con un suspiro resignado, acompañado de una sonrisa vencedora, pagó toda la cuenta.
Lola, que solo tenía seis años, no dudó en quitarse la camiseta, algo que no fue advertido ni por su madre, que recogía las vueltas del camarero, ni por el resto de personas responsables, que no hacían otra cosa que quejarse del viento y de las nubes que tapaban aquel sábado de un 12 de julio trastocado.
El agua estaba helada. Pero sólo lo suponíamos, pues no quisimos ni arrimarnos. A nuestra izquierda, gente menos valiente incluso, había dejado las chancletas en casa. Calzados con bambas se habían subido a ver el paisaje desde Sa Palomera. En lo más alto de esta pequeña y agreste roca que irrumpe dentro del mar y que se halla unida a la tierra por unas escaleras de piedra por donde se accede, apenas se podía ver cómo Lola había echado a correr directa a las fuertes olas que rompían en la arena. Desde este mirador se acierta a apreciar, a lo lejos, la desembocadura del río Tordera y el delta que allí se forma. El pico está coronado por una senyera catalana, último detalle para este símbolo, en forma de roca, del pueblo de Blanes.
Entonces Lola se lanzó al agua. Yo la había visto abalanzarse corriendo, como solo una niña pudiera hacerlo, sin importarle ni el frío de dentro ni el de fuera. Ahora chapoteaba y luchaba contra la embestida de las olas. Algunas de las personas que andaban por el paseo marítimo, que comienza al acabar la arena, se volvieron a mirar al escuchar tan bonita carcajada. Los artesanos locales y cosmopolitas que a lo largo de toda la rambla vendían, tras las paradetas, sus obras de arte, detuvieron por un momento el negocio al ver cómo los vendedores de refrescos se volvían a mirar aquella escena.
No había nadie más en el agua. Nadie, aparte de Lola, en toda la playa de esta localidad de 40.000 habitantes, se había atrevido a desafiar el criterio que aquel cielo y aquel tiempo trataban de imponer.
La niña había salido de casa esa mañana decidida a exigirle al día todo lo que en cada momento el paisaje le pudiera dar. Cuando Montse fue con una toalla a recogerla, preocupada por si en la lucha con las olas había tragado agua, Lola giró la cara y le respondió con una increíble carcajada.
Para esta niña de seis años no había, ni hay, lugar aburrido, ni clima que pueda entorpecer el exprimir al máximo cada día. No tiene ningún filtro preconcebido en los ojos. Ella mira y ve con claridad. Aprecia lo singular de cada mañana, las oportunidades y experiencias que en cada único día se le presentan.
Si yo tuviera que viajar y contar lo que viera, lo haría con su mirada.

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