Estábamos huyendo del fuego que se había declarado en una Rave, fiesta bajo las montañas. Nos encontrábamos en algún punto de Sudáfrica, cuando apareció por la carretera un Volkswagen cargado de personas, con un cartel de se vende. Decidimos adelantar para avisarle de que estábamos interesados. El otro aceleró más. Nosotros hicimos lo propio. Ellos ni nos miraban. Todos haciendo aspavientos, señalando al cartel. El otro que seguía acelerando. Bruno conduciendo, Jonás advirtiendo de los baches del asfalto y yo, ya, con medio cuerpo fuera de la ventanilla. El conductor y el resto de ocupantes seguían mirando para delante.
En estas estábamos cuando uno de los chavales que iban atrás se atrevió a mirarnos y entendió lo que queríamos. Acto seguido retiró el cartel y siguió mirando al frente, como si nada. El conductor, que debía ser el padre, se percató de la situación y, finalmente, paró. Había encontrado un comprador.
Pero… quizá debería remontarme a cuatro días atrás, momento en el que se desencadenaron los acontecimientos.
Seguíamos en Ciudad del Cabo. Bruno, de Madrid, el coreano Tae Won y yo mismo, navarrico. Estábamos buscando ofertas de coches en venta por los periódicos. La salida para el viaje alrededor de Sudáfrica no podía demorarse mucho más, pues el dueño de nuestro apartamento había empezado a traer a su mujer y dos hijos a vivir con él en el salón y veíamos cómo el zimbabuense, o hombre de Zimbabue, empezaba a mosquearse y que, a su vez, de la habitación del nigeriano ausente empezaba a emanar un extraño olor. (véase artículo Cape Town)
El viaje se hacía inminente.
Aquella tarde nos encontrábamos en la terraza de un bar de la popular calle Long Street. Estábamos reunidos en torno a unas cervezas, un mapa y varios periódicos cuando otro navarro apareció en escena. Atraído por nuestro familiar acento inglés, las cervezas y que uno de los periódicos se lo habíamos quitado a él, pasó a presentarse. Se llamaba Jonás y era de Larraga, pueblo de La Ribera Navarra.
Resulta que Jonás ya estaba de vuelta. Había estado varias semanas recorriéndose Sudáfrica y los alrededores y ahora tramaba un viaje a Namibia. Él, aficionado a la mecánica, nos estuvo dando varios consejos, sobre coches, sobre viajes y sobre la ruta que queríamos hacer. Toda la tarde, con sus correspondientes cervezas, estuvimos allí.
En este punto hay un momento de incertidumbre, de nebulosa, un no sé qué, que… qué sé yo, que nos hace aparecer a las 12 de la mañana del día siguiente, saliendo de una empresa de alquiler de vehículos con las llaves de un coche y unos papeles en la guantera que nos acreditaban como dueños del bólido en los siguientes tres días. Lástima que Tae Won ya se hubiera ido a la cama. Esa noche nos íbamos a una Rave.
Fiestas en la naturaleza
La Rave, se había organizado alejada de cualquier zona urbana, bajo unas montañas y junto a un río, el cuál, descubrimos más tarde que no daba ni para empaparse los pies.
Música electrónica, techno trance, psyco-trance… ¡vete tú a saber! El caso es que durante 3 días no iba a dejar de sonar aquel machacante sonido. Tres días, con sus tres noches. Multitud de DJs que no pretendían dejar espacio al descanso en todo aquel largo fin de semana.
Alrededor de tal evento se había levantado un improvisado camping con muchas tiendas de campaña, furgonetas, coches o cualquier toldo que sirviera para resguardarse de una eventual lluvia. Los hippies abundaban allá por donde te movieras. Sus timbales, el inspirador aroma que desprendían y la colorida decoración que les rodeaba, convertían el lugar en un recreo para los sentidos.
El fuego aguó la fiesta.
Nuestra tienda de campaña era muy pequeña, tanto que solo una persona cabía. Esa noche le tocó a Bruno. Jonás y yo estábamos durmiendo en el coche.
Hacia mitad de esa segunda noche saltó la alarma. “Un colgao” como dijo Bruno, asomó la cabeza por la tienda y como un loco gritó ¡Fuego! ¡Fuego! Bueno... en este caso Fire! Fire!
En el primer momento, el de Madrid, pensó que sería una broma. Ahí fue cuando empezó a escuchar los gritos y las bocinas de los coches. Se asomó y, efectivamente, el fuego se divisaba no muy lejos.
Rápidamente vino a avisarnos a Jonás y a mí. Yo, incrédulo, no tardé mucho en asimilar la situación. Jonás, sonámbulo, tardó unos 7 minutos. Fue en el momento en que se apartó a un árbol a mear cuando grito ¡Ostia… Si hay fuego!
Y la fiesta seguía
La gente corría, gritaba. Los coches rugían y digo solo rugían porque no andaban. No podían andar entre tanta tienda de campaña, tanta furgoneta parada y tanto coche sin batería.
Realmente no importaba mucho que no anduvieran ya que la salida estaba cortada. El fuego se había originado precisamente en esa dirección.
A estas alturas os preguntaréis, ¿y la fiesta? ¿Qué pasó en esos momentos con la música? La música, al igual que el fuego, no paró. Continuaba. Puede que para que no cundiera más el pánico, quizá porque no se habían enterado o, quién sabe, seguramente hubo quien, en su estado de unión simbiótica con la música, el paisaje, los colores y otros psicotrópicos mezclados en alcohol, pensaran que el fuego formaba parte del espectáculo.
Conclusión.
No hubo otro remedio que resguardarse lo más alejados de la salida, cobijados bajo las montañas, en aquel río inexistente y esperando que el viento no soplara a nuestro favor.
Felizmente no hubo que lamentar heridos. Antes de despuntar el alba ya habían extinguido el fuego. Nuestro coche sobrevivió y nosotros también. Fortuna que no compartieron árboles, animales, tiendas de campaña y coches abrasados. Eso sin contar que el dinero de los tickets para cubatas, que todavía teníamos, no nos lo devolvieron.
Por suerte, regresando a Cape Town, nos encontramos con esa familia que volvía en su coche desde Namibia. Finalmente pararon, negociamos y al día siguiente nos convertimos en los dueños de nuestro propio vehículo.
Lo que le quedaba a nuestro Volkswagen todavía por vivir…
En estas estábamos cuando uno de los chavales que iban atrás se atrevió a mirarnos y entendió lo que queríamos. Acto seguido retiró el cartel y siguió mirando al frente, como si nada. El conductor, que debía ser el padre, se percató de la situación y, finalmente, paró. Había encontrado un comprador.
Pero… quizá debería remontarme a cuatro días atrás, momento en el que se desencadenaron los acontecimientos.
Seguíamos en Ciudad del Cabo. Bruno, de Madrid, el coreano Tae Won y yo mismo, navarrico. Estábamos buscando ofertas de coches en venta por los periódicos. La salida para el viaje alrededor de Sudáfrica no podía demorarse mucho más, pues el dueño de nuestro apartamento había empezado a traer a su mujer y dos hijos a vivir con él en el salón y veíamos cómo el zimbabuense, o hombre de Zimbabue, empezaba a mosquearse y que, a su vez, de la habitación del nigeriano ausente empezaba a emanar un extraño olor. (véase artículo Cape Town)
El viaje se hacía inminente.
Aquella tarde nos encontrábamos en la terraza de un bar de la popular calle Long Street. Estábamos reunidos en torno a unas cervezas, un mapa y varios periódicos cuando otro navarro apareció en escena. Atraído por nuestro familiar acento inglés, las cervezas y que uno de los periódicos se lo habíamos quitado a él, pasó a presentarse. Se llamaba Jonás y era de Larraga, pueblo de La Ribera Navarra.
Resulta que Jonás ya estaba de vuelta. Había estado varias semanas recorriéndose Sudáfrica y los alrededores y ahora tramaba un viaje a Namibia. Él, aficionado a la mecánica, nos estuvo dando varios consejos, sobre coches, sobre viajes y sobre la ruta que queríamos hacer. Toda la tarde, con sus correspondientes cervezas, estuvimos allí.
En este punto hay un momento de incertidumbre, de nebulosa, un no sé qué, que… qué sé yo, que nos hace aparecer a las 12 de la mañana del día siguiente, saliendo de una empresa de alquiler de vehículos con las llaves de un coche y unos papeles en la guantera que nos acreditaban como dueños del bólido en los siguientes tres días. Lástima que Tae Won ya se hubiera ido a la cama. Esa noche nos íbamos a una Rave.
Fiestas en la naturaleza
La Rave, se había organizado alejada de cualquier zona urbana, bajo unas montañas y junto a un río, el cuál, descubrimos más tarde que no daba ni para empaparse los pies.
Música electrónica, techno trance, psyco-trance… ¡vete tú a saber! El caso es que durante 3 días no iba a dejar de sonar aquel machacante sonido. Tres días, con sus tres noches. Multitud de DJs que no pretendían dejar espacio al descanso en todo aquel largo fin de semana.
Alrededor de tal evento se había levantado un improvisado camping con muchas tiendas de campaña, furgonetas, coches o cualquier toldo que sirviera para resguardarse de una eventual lluvia. Los hippies abundaban allá por donde te movieras. Sus timbales, el inspirador aroma que desprendían y la colorida decoración que les rodeaba, convertían el lugar en un recreo para los sentidos.
El fuego aguó la fiesta.
Nuestra tienda de campaña era muy pequeña, tanto que solo una persona cabía. Esa noche le tocó a Bruno. Jonás y yo estábamos durmiendo en el coche.
Hacia mitad de esa segunda noche saltó la alarma. “Un colgao” como dijo Bruno, asomó la cabeza por la tienda y como un loco gritó ¡Fuego! ¡Fuego! Bueno... en este caso Fire! Fire!
En el primer momento, el de Madrid, pensó que sería una broma. Ahí fue cuando empezó a escuchar los gritos y las bocinas de los coches. Se asomó y, efectivamente, el fuego se divisaba no muy lejos.
Rápidamente vino a avisarnos a Jonás y a mí. Yo, incrédulo, no tardé mucho en asimilar la situación. Jonás, sonámbulo, tardó unos 7 minutos. Fue en el momento en que se apartó a un árbol a mear cuando grito ¡Ostia… Si hay fuego!
Y la fiesta seguía
La gente corría, gritaba. Los coches rugían y digo solo rugían porque no andaban. No podían andar entre tanta tienda de campaña, tanta furgoneta parada y tanto coche sin batería.
Realmente no importaba mucho que no anduvieran ya que la salida estaba cortada. El fuego se había originado precisamente en esa dirección.
A estas alturas os preguntaréis, ¿y la fiesta? ¿Qué pasó en esos momentos con la música? La música, al igual que el fuego, no paró. Continuaba. Puede que para que no cundiera más el pánico, quizá porque no se habían enterado o, quién sabe, seguramente hubo quien, en su estado de unión simbiótica con la música, el paisaje, los colores y otros psicotrópicos mezclados en alcohol, pensaran que el fuego formaba parte del espectáculo.
Conclusión.
No hubo otro remedio que resguardarse lo más alejados de la salida, cobijados bajo las montañas, en aquel río inexistente y esperando que el viento no soplara a nuestro favor.
Felizmente no hubo que lamentar heridos. Antes de despuntar el alba ya habían extinguido el fuego. Nuestro coche sobrevivió y nosotros también. Fortuna que no compartieron árboles, animales, tiendas de campaña y coches abrasados. Eso sin contar que el dinero de los tickets para cubatas, que todavía teníamos, no nos lo devolvieron.
Por suerte, regresando a Cape Town, nos encontramos con esa familia que volvía en su coche desde Namibia. Finalmente pararon, negociamos y al día siguiente nos convertimos en los dueños de nuestro propio vehículo.
Lo que le quedaba a nuestro Volkswagen todavía por vivir…
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